miércoles, 1 de septiembre de 2010

ACERCA DEL TRATADO QUE CONSENSUÓ EL GENERAL LUCIO V.

Mansilla parte con un propósito casi heroico, con visos de gesta patriótica. Desde un comienzo duda de la seriedad de su misión, no por sus intenciones sino a causa de las intenciones del poder que representa. Desecha esta idea que –de haber sido cierta- lo hubiera paralizado. Cree en el Presidente Domingo F. Sarmiento pero no en su entorno. El objetivo final es la liberación de un territorio. Hay que apaciguarlo, anexarlo, hacerlo producir, transitarlo libremente, tender el ferrocarril.
Los Ranqueles son el obstáculo para el logro de ese objetivo y Mansilla es el apaciguador, el mediador elegido para concretarlo, la punta de lanza del país en ciernes. ¿De qué país? ¿De qué habitantes?
El coronel viene precedido de buena fama. Por eso lo eligieron y por eso logra llegar al corazón del Cuero y volver indemne.
En su trayecto, su presencia parodia la entrada de los conquistadores en América. Es bien recibido. Lo agasajan. Regala y le regalan. Hay un intercambio de gentilezas.
Lo acompañan dos sacerdotes que permanecen en silencio. Su interés es más sutil: ganar almas que ya sienten respeto por Dios. Vislumbran su poder y lo asocian con esas presencias. Al mismo tiempo desconfían del blanco, presienten que hay una intención de despojo y están a la defensiva.
En los numerosos encuentros, los Ranqueles explicitan sus requerimientos y Mansilla accede porque tiene que pactar y volver vivo. Sin embargo, no sabe si sus superiores cumplirán lo prometido y aleja este pensamiento una y otra vez para poder concluir su misión.
Entretanto, dos cosmovisiones se enfrentan y Mansilla hace esfuerzos por mantenerse firme en sus convicciones. Hay aspectos en esas vidas, en esa organización social, en esa estratificación, que lo sorprenden, lo conmueven. Por momentos lo vemos casi titubeante frente a los Ranqueles, sin poder discernir si él es el representante de la civilización y ellos la barbarie o viceversa.
Cierta promiscuidad propia del paganismo y sus celebraciones orgiásticas lo sorprenden y lo asquean. En este punto se siente parte de una civilización superior, la que desciende de la tradición judeo-cristiana y sus prohibiciones, su idea del pecado incluidas las transgresiones, la culpa, el perdón y sus recurrencias.
A la vez, esa libertad y ferocidad de los Ranqueles lo encandilan. Hay un “otro”, “diferente”, que no es exactamente ni inferior ni manipulable sino distinto.
La convivencia en un pie de igualdad sería inadmisible para el poder central. Someterlos por la fuerza sería costoso cuando los criollos todavía están enfrentándose entre sí para darle forma de nación al territorio.
Es aquí donde, en una semiconsciencia, Mansilla, apenas inocente, pone el huevo de la serpiente en territorio Ranquel: el tratado con sus concesiones y promesas que será violado éste e incumplidas éstas, sentando otro precedente nefasto en la constitución de la Nación Argentina: la traición, con toda su progenie de desconfianza y desunión.
La palabra “tratado” nos muestra, curiosamente, una doble acepción. Por un lado alude al acuerdo que se quiere firmar con los Ranqueles y, por el otro, es el participio del verbo tratar y nos tienta a pensar que ese tratado es una muestra de cómo los aborígenes eran “tratados”. Luego, al ver el resultado de las “tratativas” y las consecuencias de su incumplimiento cabría anteponerle el adverbio “mal” y formaríamos otro verbo: maltratar. Por oposición podemos pensar en “bien tratar” pero, oh sorpresa, no constituye verbo, no se consolida con el adverbio. Tal vez esto suceda por la poca recurrencia que tiene esta acción en nuestro interactuar con el otro, con los otros…
En la página 268, Mansilla nos cuenta acerca de su encuentro con Baigorrita, el cacique ahijado de Manuel Baigorria, un gaucho puntano catalogado de mal indio y mal cristiano por haber traicionado a unos y otros. Baigorrita admite sus errores pero manifiesta el deseo de obtener un permiso para ir a verlo porque, mal o bien conceptuado, era su padrino. Mansilla le elogia su sentido de la lealtad. Un sentido que la “civilización” anulará para poder apropiarse de las tierras de la supuesta “barbarie”. Y más aún, hasta son tan respetuosos estos bárbaros que piden autorización para atravesar un territorio que poco tiempo antes les pertenecía.
Baigorrita le ofreció al coronel ser el padrino de su hijo. Otra muestra de los bárbaros hacia los civilizados. Seguramente, ningún civilizado le pediría a un Ranquel – o a cualquier otro aborigen- que sea el padrino de su hijo. Esta asimetría respecto de la consideración mutua pone al desnudo un desequilibrio que preanuncia la derrota de los Ranqueles y el fracaso del tratado.
Mansilla les pide que confíen, que cumplan con los compromisos para ser respetados. Baigorrita le dice que saben que los quieren correr hasta al sur del Río Negro y acabar con ellos. Mansilla sigue defendiendo su “gesta” con poca convicción interior.
Ya en la página 221, al final del capítulo 39 y en el capítulo 40, Mansilla piensa en esa gente (los paisanos, los cautivos, los aborígenes), en sus vidas, en las leyes e instituciones del mundo civilizado que no llegan a brindar o proteger aquello para lo cual fueron creadas: la justicia.
En la página 225, cuando Mansilla visita al cacique Mariano Rozas, tiene el desparpajo de decir que la tierra no es del que la habita sino del que la produce. Los Ranqueles ven con desconfianza todo este interés de los blancos por la posesión de la tierra. Mansilla les pregunta que para qué quieren tanta tierra si eso es lo que sobra.
Nuevamente, dos cosmovisiones chocan.
El indio no comprende el propósito del blanco porque esas ideas son ajenas a su mundo. La tierra para el aborigen es territorio a recorrer, a disfrutar; es libertad no producción. Pero sí comprende que lo están perjudicando aunque no reacciona con la energía necesaria en el primer momento de las propuestas y después, la historia nos mostrará que la reacción fue tardía. Favoreció el despojo y el aniquilamiento.
En la página 229, respecto de la profanación de tumbas que realizan los blancos, Mansilla se pregunta si será cierto que la civilización es corruptora y luego agrega: “Hablando seriamente, hay una verdad desconsoladora que consignar, que ciertos cristianos refugiados entre los indios son peores que ellos” y cuenta más adelante la inmolación que hizo el bandido cordobés Bargas de un cautivo de ocho años junto a su hijo muerto para que tuviese quien le sirviera de peón en su siguiente vida, ya que los aborígenes creen en la metempsicosis.
Bargas hace un sacrificio humano para sobresalir por su ferocidad en una comunidad que no hace sacrificios humanos.
En las páginas 254 y 255 Mansilla habla de la fidelidad conyugal y de los espías. La palabra traición impregna los dos pasajes.
El tratado, a medida que el relato avanza y la excursión va llegando a su fin, se va tornando en una propuesta que podemos ubicar a medio camino entre la utopía y la burla. Hay, en el fondo, algo fatal en esta incursión en ese mundo “otro”. La balanza se inclinará, inevitablemente, a favor del más fuerte, en tecnología, en armas letales, a favor del más avezado en el arte de mentir y embaucar: el hombre blanco. Con su fracaso, sucumben muchas cosas que hoy se han querido rescatar tardíamente, porque las masacres borran casi toda huella, en este caso, nada menos que una cultura: la historia de ese territorio anterior a la llegada del hombre blanco, el idioma araucano, la voz de los ranqueles, su legado cultural.
Este libro echa luz sobre ese período histórico y sobre esa zona de nuestro territorio. Mansilla logra un tratado precario que es rápidamente violado, traicionado, olvidado, pero nos deja este texto que nos permite espiar dentro de ese mundo fascinante y lamentar.

Norma María Francomano

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