En este texto Rodolfo Walsh se siente conminado por un compromiso solidario. Deja a un lado su tranquilidad de periodista escritor de novelas policiales y se interna en la ignominiosa maraña de los fusilamientos de José León Suárez acaecidos el 9 de junio de 1956.
Su punto de partida es: “Hay un fusilado que vive”. De allí en adelante va desentrañando la verdad hasta llegar a la afirmación final: es evidente que el gobierno de la Revolución Libertadora aplicó, retroactivamente, a hombres detenidos el 9/6/1956 una Ley Marcial promulgada el 10/6/1956 y eso no es fusilamiento. Es un asesinato.(También se sabe que después de promulgada la Ley no fue difundida para sorprender a algún insurrecto tardío).
Esta aseveración, puesta en una perspectiva futura, preanuncia los asesinatos de la década de los 70 –antes y durante la Dictadura- otra Operación Masacre de mucha mayor magnitud y con condimentos espeluznantes (robos de bebés, violaciones, robo de propiedades y bienes, etc.).
Aquella Operación Masacre quedó impune. Ésta está siendo castigada treinta y tres años después, en algunos casos post-mortem, en otros con atenuantes escandalosos como la prisión domiciliaria.
La Historia Nacional está plagada de estos hechos que tienen en Juan Manuel de Rosas su ejecutor proverbial. Pero también están las matanzas de aborígenes en las distintas campañas barredoras de indios o las de principios del siglo XX con los fusilamientos de obreros en la Patagonia.
Antes aún, con la llegada de los conquistadores, se sucedieron innumerables matanzas de aborígenes para poder apropiarse de la tierra y de sus riquezas. Podríamos seguir enumerando regiones y matanzas, no ya en América sino en cualquier parte del mundo y en incontables épocas históricas. Pueblos contra pueblos, hemisferio contra hemisferio, naciones contra naciones, religiones contra religiones, estilo de vida contra estilo de vida, clases sociales contra clases sociales, pandillas contra pandillas, cosmovisión contra cosmovisión, hombres contra hombres en definitiva.
La historia de la Humanidad está bañada de sangre inocente y estos crímenes, la más de las veces han quedado impunes.
En este punto, el texto de Rodolfo Walsh alcanza la categoría de proeza porque un sólo hombre se planta y reclama justicia por otros a quienes no conoce. Sus principios no le permiten pasar esos “fusilamientos/asesinatos” por alto y se juega; se planta y se perfila ya, como víctima de la siguiente gran matanza – igual que el resto de los sobrevivientes de los fusilamientos, por otra parte.
Podríamos trazar un paralelo con la investigación de Osvaldo Bayer respecto de las matanzas de obreros en la Patagonia. Ésta también fue una proeza que pagó con la proscripción y el exilio. Afortunadamente, pudo contarla y saborear la victoria del regreso con gloria, del reconocimiento del pueblo patagónico y de las comunidades aborígenes de esa región.
Rodolfo Walsh no tuvo esta suerte.La pregunta sería:
¿qué nos pasa frente al otro, al distinto, al diferente que lo reducimos a la categoría de escollo y simplemente lo removemos?
¿qué nos pasa que nos convertimos en viles Caínes en cuanto nos vemos frente al otro?
Es como si sobre la tierra sólo hubiera lugar para los “unos” y no para los “otros”.
Algunas sociedades supuestamente civilizadas, avanzadas, desarrolladas, del “primer” mundo, funcionan democráticamente pero muestran siempre la hilacha. Hecha la ley, hecha la trampa. Con eufemismos logran soslayar los principios básicos de igualdad ante la ley, de equidad y de justicia para castigar siempre al “otro”. La opción pareciera ser: elegir ser “ cola de león” o “cabeza de ratón”.
Aquél que elige ser cola de león se traga sapos, pero sobrevive. El que opta por ser cabeza de ratón, pone en peligro su vida. El pez grande se come al chico. Toda esta sabiduría popular y estas verdades de Perogrullo patentizan esta matriz que moldea la conducta humana desde tiempos inmemoriales. ¿Y por qué Sudamérica iba a salvarse de estos patrones de conducta? Antes de la llegada de los conquistadores también había matanzas entre las distintas etnias aborígenes, pueblos que buscaban la supremacía sobre otros.
Es entonces el hombre el lobo del hombre, citando a Hobbes, porque no ha podido desarrollar sus funciones superiores: las espirituales. La carne y el intelecto por sí solos producen egoísmo y el ego expulsa al “alter”, al otro. Donde hay egoísmo, el altruismo no tiene espacio. A partir de este concepto miope se desbarranca todo lo demás. Hasta casi podríamos decir que la Operación Masacre la perpetra media Humanidad contra la otra y que las leyes, la civilización, los organismos nacionales e internacionales, los tres poderes democráticos logran apenas frenar la voracidad de los unos contra los otros.
Aquí el papel de los medios es insoslayable. Mientras se fusila a hombres inocentes en José León Suárez, la radio transmite música clásica y nadie dice nada. Había que sintonizar radio Colonia para enterarse de las movidas políticas en la Argentina.
Recordemos la cobertura recortada del atentado a las Torres Gemelas o los relatos unívocos de las guerras en Afganistán e Irak, la muerte de los periodistas independientes que tan sólo querían hacer su trabajo con honestidad profesional, objetivamente.
Todo aquel que osa levantar su voz contra el poder es eliminado y, en el caso que nos ocupa, la Operación Masacre de junio de 1956, el poder ni siquiera constata si esos hombres son enemigos. Ante la sospecha o la duda la respuesta es el asesinato.
Perón cometió el gravísimo pecado de darles entidad a los otros -a los pobres, los trabajadores- y los unos –los ricos, los desde siempre dueños del poder- hasta prohibieron que se pronunciara su nombre.
Ante la sospecha de una conspiración para lograr su vuelta en junio de 1956, había que aplastarlos, sin preguntar demasiado para no perder tiempo, por las dudas y R. Walsh tuvo la valentía, la osadía de levantar su voz y señalar la injusticia, el crimen. Los enrostró con su propia indignidad. Los monstruos no quieren verse sus rasgos en el espejo. Prefieren inventarse dioses, símbolos, estandartes, excusas y falsas utopías de orden, organización, respeto, jerarquías, banderas, medallas y jinetas para tapar sus únicos móviles: el poder y la riqueza malhabidos.
En esta estratificación “el otro” es apenas una cucaracha, asquea y hay que matarla. R. Walsh, aún sabiendo esto, no quiso ser cómplice y habló en defensa de la dignidad de los unos y de los otros. Esta actitud lo eleva por encima de la media humana.
Norma María Francomano
miércoles, 1 de septiembre de 2010
ACERCA DEL TRATADO QUE CONSENSUÓ EL GENERAL LUCIO V.
Mansilla parte con un propósito casi heroico, con visos de gesta patriótica. Desde un comienzo duda de la seriedad de su misión, no por sus intenciones sino a causa de las intenciones del poder que representa. Desecha esta idea que –de haber sido cierta- lo hubiera paralizado. Cree en el Presidente Domingo F. Sarmiento pero no en su entorno. El objetivo final es la liberación de un territorio. Hay que apaciguarlo, anexarlo, hacerlo producir, transitarlo libremente, tender el ferrocarril.
Los Ranqueles son el obstáculo para el logro de ese objetivo y Mansilla es el apaciguador, el mediador elegido para concretarlo, la punta de lanza del país en ciernes. ¿De qué país? ¿De qué habitantes?
El coronel viene precedido de buena fama. Por eso lo eligieron y por eso logra llegar al corazón del Cuero y volver indemne.
En su trayecto, su presencia parodia la entrada de los conquistadores en América. Es bien recibido. Lo agasajan. Regala y le regalan. Hay un intercambio de gentilezas.
Lo acompañan dos sacerdotes que permanecen en silencio. Su interés es más sutil: ganar almas que ya sienten respeto por Dios. Vislumbran su poder y lo asocian con esas presencias. Al mismo tiempo desconfían del blanco, presienten que hay una intención de despojo y están a la defensiva.
En los numerosos encuentros, los Ranqueles explicitan sus requerimientos y Mansilla accede porque tiene que pactar y volver vivo. Sin embargo, no sabe si sus superiores cumplirán lo prometido y aleja este pensamiento una y otra vez para poder concluir su misión.
Entretanto, dos cosmovisiones se enfrentan y Mansilla hace esfuerzos por mantenerse firme en sus convicciones. Hay aspectos en esas vidas, en esa organización social, en esa estratificación, que lo sorprenden, lo conmueven. Por momentos lo vemos casi titubeante frente a los Ranqueles, sin poder discernir si él es el representante de la civilización y ellos la barbarie o viceversa.
Cierta promiscuidad propia del paganismo y sus celebraciones orgiásticas lo sorprenden y lo asquean. En este punto se siente parte de una civilización superior, la que desciende de la tradición judeo-cristiana y sus prohibiciones, su idea del pecado incluidas las transgresiones, la culpa, el perdón y sus recurrencias.
A la vez, esa libertad y ferocidad de los Ranqueles lo encandilan. Hay un “otro”, “diferente”, que no es exactamente ni inferior ni manipulable sino distinto.
La convivencia en un pie de igualdad sería inadmisible para el poder central. Someterlos por la fuerza sería costoso cuando los criollos todavía están enfrentándose entre sí para darle forma de nación al territorio.
Es aquí donde, en una semiconsciencia, Mansilla, apenas inocente, pone el huevo de la serpiente en territorio Ranquel: el tratado con sus concesiones y promesas que será violado éste e incumplidas éstas, sentando otro precedente nefasto en la constitución de la Nación Argentina: la traición, con toda su progenie de desconfianza y desunión.
La palabra “tratado” nos muestra, curiosamente, una doble acepción. Por un lado alude al acuerdo que se quiere firmar con los Ranqueles y, por el otro, es el participio del verbo tratar y nos tienta a pensar que ese tratado es una muestra de cómo los aborígenes eran “tratados”. Luego, al ver el resultado de las “tratativas” y las consecuencias de su incumplimiento cabría anteponerle el adverbio “mal” y formaríamos otro verbo: maltratar. Por oposición podemos pensar en “bien tratar” pero, oh sorpresa, no constituye verbo, no se consolida con el adverbio. Tal vez esto suceda por la poca recurrencia que tiene esta acción en nuestro interactuar con el otro, con los otros…
En la página 268, Mansilla nos cuenta acerca de su encuentro con Baigorrita, el cacique ahijado de Manuel Baigorria, un gaucho puntano catalogado de mal indio y mal cristiano por haber traicionado a unos y otros. Baigorrita admite sus errores pero manifiesta el deseo de obtener un permiso para ir a verlo porque, mal o bien conceptuado, era su padrino. Mansilla le elogia su sentido de la lealtad. Un sentido que la “civilización” anulará para poder apropiarse de las tierras de la supuesta “barbarie”. Y más aún, hasta son tan respetuosos estos bárbaros que piden autorización para atravesar un territorio que poco tiempo antes les pertenecía.
Baigorrita le ofreció al coronel ser el padrino de su hijo. Otra muestra de los bárbaros hacia los civilizados. Seguramente, ningún civilizado le pediría a un Ranquel – o a cualquier otro aborigen- que sea el padrino de su hijo. Esta asimetría respecto de la consideración mutua pone al desnudo un desequilibrio que preanuncia la derrota de los Ranqueles y el fracaso del tratado.
Mansilla les pide que confíen, que cumplan con los compromisos para ser respetados. Baigorrita le dice que saben que los quieren correr hasta al sur del Río Negro y acabar con ellos. Mansilla sigue defendiendo su “gesta” con poca convicción interior.
Ya en la página 221, al final del capítulo 39 y en el capítulo 40, Mansilla piensa en esa gente (los paisanos, los cautivos, los aborígenes), en sus vidas, en las leyes e instituciones del mundo civilizado que no llegan a brindar o proteger aquello para lo cual fueron creadas: la justicia.
En la página 225, cuando Mansilla visita al cacique Mariano Rozas, tiene el desparpajo de decir que la tierra no es del que la habita sino del que la produce. Los Ranqueles ven con desconfianza todo este interés de los blancos por la posesión de la tierra. Mansilla les pregunta que para qué quieren tanta tierra si eso es lo que sobra.
Nuevamente, dos cosmovisiones chocan.
El indio no comprende el propósito del blanco porque esas ideas son ajenas a su mundo. La tierra para el aborigen es territorio a recorrer, a disfrutar; es libertad no producción. Pero sí comprende que lo están perjudicando aunque no reacciona con la energía necesaria en el primer momento de las propuestas y después, la historia nos mostrará que la reacción fue tardía. Favoreció el despojo y el aniquilamiento.
En la página 229, respecto de la profanación de tumbas que realizan los blancos, Mansilla se pregunta si será cierto que la civilización es corruptora y luego agrega: “Hablando seriamente, hay una verdad desconsoladora que consignar, que ciertos cristianos refugiados entre los indios son peores que ellos” y cuenta más adelante la inmolación que hizo el bandido cordobés Bargas de un cautivo de ocho años junto a su hijo muerto para que tuviese quien le sirviera de peón en su siguiente vida, ya que los aborígenes creen en la metempsicosis.
Bargas hace un sacrificio humano para sobresalir por su ferocidad en una comunidad que no hace sacrificios humanos.
En las páginas 254 y 255 Mansilla habla de la fidelidad conyugal y de los espías. La palabra traición impregna los dos pasajes.
El tratado, a medida que el relato avanza y la excursión va llegando a su fin, se va tornando en una propuesta que podemos ubicar a medio camino entre la utopía y la burla. Hay, en el fondo, algo fatal en esta incursión en ese mundo “otro”. La balanza se inclinará, inevitablemente, a favor del más fuerte, en tecnología, en armas letales, a favor del más avezado en el arte de mentir y embaucar: el hombre blanco. Con su fracaso, sucumben muchas cosas que hoy se han querido rescatar tardíamente, porque las masacres borran casi toda huella, en este caso, nada menos que una cultura: la historia de ese territorio anterior a la llegada del hombre blanco, el idioma araucano, la voz de los ranqueles, su legado cultural.
Este libro echa luz sobre ese período histórico y sobre esa zona de nuestro territorio. Mansilla logra un tratado precario que es rápidamente violado, traicionado, olvidado, pero nos deja este texto que nos permite espiar dentro de ese mundo fascinante y lamentar.
Norma María Francomano
Los Ranqueles son el obstáculo para el logro de ese objetivo y Mansilla es el apaciguador, el mediador elegido para concretarlo, la punta de lanza del país en ciernes. ¿De qué país? ¿De qué habitantes?
El coronel viene precedido de buena fama. Por eso lo eligieron y por eso logra llegar al corazón del Cuero y volver indemne.
En su trayecto, su presencia parodia la entrada de los conquistadores en América. Es bien recibido. Lo agasajan. Regala y le regalan. Hay un intercambio de gentilezas.
Lo acompañan dos sacerdotes que permanecen en silencio. Su interés es más sutil: ganar almas que ya sienten respeto por Dios. Vislumbran su poder y lo asocian con esas presencias. Al mismo tiempo desconfían del blanco, presienten que hay una intención de despojo y están a la defensiva.
En los numerosos encuentros, los Ranqueles explicitan sus requerimientos y Mansilla accede porque tiene que pactar y volver vivo. Sin embargo, no sabe si sus superiores cumplirán lo prometido y aleja este pensamiento una y otra vez para poder concluir su misión.
Entretanto, dos cosmovisiones se enfrentan y Mansilla hace esfuerzos por mantenerse firme en sus convicciones. Hay aspectos en esas vidas, en esa organización social, en esa estratificación, que lo sorprenden, lo conmueven. Por momentos lo vemos casi titubeante frente a los Ranqueles, sin poder discernir si él es el representante de la civilización y ellos la barbarie o viceversa.
Cierta promiscuidad propia del paganismo y sus celebraciones orgiásticas lo sorprenden y lo asquean. En este punto se siente parte de una civilización superior, la que desciende de la tradición judeo-cristiana y sus prohibiciones, su idea del pecado incluidas las transgresiones, la culpa, el perdón y sus recurrencias.
A la vez, esa libertad y ferocidad de los Ranqueles lo encandilan. Hay un “otro”, “diferente”, que no es exactamente ni inferior ni manipulable sino distinto.
La convivencia en un pie de igualdad sería inadmisible para el poder central. Someterlos por la fuerza sería costoso cuando los criollos todavía están enfrentándose entre sí para darle forma de nación al territorio.
Es aquí donde, en una semiconsciencia, Mansilla, apenas inocente, pone el huevo de la serpiente en territorio Ranquel: el tratado con sus concesiones y promesas que será violado éste e incumplidas éstas, sentando otro precedente nefasto en la constitución de la Nación Argentina: la traición, con toda su progenie de desconfianza y desunión.
La palabra “tratado” nos muestra, curiosamente, una doble acepción. Por un lado alude al acuerdo que se quiere firmar con los Ranqueles y, por el otro, es el participio del verbo tratar y nos tienta a pensar que ese tratado es una muestra de cómo los aborígenes eran “tratados”. Luego, al ver el resultado de las “tratativas” y las consecuencias de su incumplimiento cabría anteponerle el adverbio “mal” y formaríamos otro verbo: maltratar. Por oposición podemos pensar en “bien tratar” pero, oh sorpresa, no constituye verbo, no se consolida con el adverbio. Tal vez esto suceda por la poca recurrencia que tiene esta acción en nuestro interactuar con el otro, con los otros…
En la página 268, Mansilla nos cuenta acerca de su encuentro con Baigorrita, el cacique ahijado de Manuel Baigorria, un gaucho puntano catalogado de mal indio y mal cristiano por haber traicionado a unos y otros. Baigorrita admite sus errores pero manifiesta el deseo de obtener un permiso para ir a verlo porque, mal o bien conceptuado, era su padrino. Mansilla le elogia su sentido de la lealtad. Un sentido que la “civilización” anulará para poder apropiarse de las tierras de la supuesta “barbarie”. Y más aún, hasta son tan respetuosos estos bárbaros que piden autorización para atravesar un territorio que poco tiempo antes les pertenecía.
Baigorrita le ofreció al coronel ser el padrino de su hijo. Otra muestra de los bárbaros hacia los civilizados. Seguramente, ningún civilizado le pediría a un Ranquel – o a cualquier otro aborigen- que sea el padrino de su hijo. Esta asimetría respecto de la consideración mutua pone al desnudo un desequilibrio que preanuncia la derrota de los Ranqueles y el fracaso del tratado.
Mansilla les pide que confíen, que cumplan con los compromisos para ser respetados. Baigorrita le dice que saben que los quieren correr hasta al sur del Río Negro y acabar con ellos. Mansilla sigue defendiendo su “gesta” con poca convicción interior.
Ya en la página 221, al final del capítulo 39 y en el capítulo 40, Mansilla piensa en esa gente (los paisanos, los cautivos, los aborígenes), en sus vidas, en las leyes e instituciones del mundo civilizado que no llegan a brindar o proteger aquello para lo cual fueron creadas: la justicia.
En la página 225, cuando Mansilla visita al cacique Mariano Rozas, tiene el desparpajo de decir que la tierra no es del que la habita sino del que la produce. Los Ranqueles ven con desconfianza todo este interés de los blancos por la posesión de la tierra. Mansilla les pregunta que para qué quieren tanta tierra si eso es lo que sobra.
Nuevamente, dos cosmovisiones chocan.
El indio no comprende el propósito del blanco porque esas ideas son ajenas a su mundo. La tierra para el aborigen es territorio a recorrer, a disfrutar; es libertad no producción. Pero sí comprende que lo están perjudicando aunque no reacciona con la energía necesaria en el primer momento de las propuestas y después, la historia nos mostrará que la reacción fue tardía. Favoreció el despojo y el aniquilamiento.
En la página 229, respecto de la profanación de tumbas que realizan los blancos, Mansilla se pregunta si será cierto que la civilización es corruptora y luego agrega: “Hablando seriamente, hay una verdad desconsoladora que consignar, que ciertos cristianos refugiados entre los indios son peores que ellos” y cuenta más adelante la inmolación que hizo el bandido cordobés Bargas de un cautivo de ocho años junto a su hijo muerto para que tuviese quien le sirviera de peón en su siguiente vida, ya que los aborígenes creen en la metempsicosis.
Bargas hace un sacrificio humano para sobresalir por su ferocidad en una comunidad que no hace sacrificios humanos.
En las páginas 254 y 255 Mansilla habla de la fidelidad conyugal y de los espías. La palabra traición impregna los dos pasajes.
El tratado, a medida que el relato avanza y la excursión va llegando a su fin, se va tornando en una propuesta que podemos ubicar a medio camino entre la utopía y la burla. Hay, en el fondo, algo fatal en esta incursión en ese mundo “otro”. La balanza se inclinará, inevitablemente, a favor del más fuerte, en tecnología, en armas letales, a favor del más avezado en el arte de mentir y embaucar: el hombre blanco. Con su fracaso, sucumben muchas cosas que hoy se han querido rescatar tardíamente, porque las masacres borran casi toda huella, en este caso, nada menos que una cultura: la historia de ese territorio anterior a la llegada del hombre blanco, el idioma araucano, la voz de los ranqueles, su legado cultural.
Este libro echa luz sobre ese período histórico y sobre esa zona de nuestro territorio. Mansilla logra un tratado precario que es rápidamente violado, traicionado, olvidado, pero nos deja este texto que nos permite espiar dentro de ese mundo fascinante y lamentar.
Norma María Francomano
TEXTO SOBRE: COLGADO DE LOS TOBILLOS DE O. VAN BREDAM
A partir del epígrafe podemos pensar que hay en el Martín Fierro una filiación de
Antonio Gil, una genealogía de gaucho renegado y perseguido. Es heredero del
gaucho Martín Fierro y de Cruz en este aspecto.
Antonio Gil continúa este linaje sumando a él la toma de conciencia arespecto de la
problemática social.
En esta toma de conciencia hay un punto de inflexión en la vida de Antonio Gil: la
opción por los otros, los demás, los prójimos, los humildes, los necesitados, los su-
frientes, los dolientes, las víctimas del poder.
En este punto, su opción lo coloca del lado de los otros. Ya no transa, ya no se corrom
pe, ya no se vende, ya no acompaña ni calla.
Esta opción es su sentencia de muerte y lo sabe. Sólo podrá retrasar el desenlace y, en
ese lapso de gracia que media entre su toma de conciencia y su condena final, hará
todo el bien que pueda a su gente y a los idiotas útiles del poder, también.
Desde su acotado poder individual hará que se multiplique exponencialmente la fe, la
esperanza, el amor, en aquellos que lo conocen hasta trascenderlos y constituirse en
mito sin proponérselo.
A medida que crece la leyenda y se expande el culto a su figura, en forma inversamen-
te proporcional, se va acortando su tiempo en La Tierra para entrar en otro ámbito,
fuera de las coordenadas témporo-espaciales.
Sus devotos plantan altares rojos en memoria de su sangre derramada. Esos altares son
recordatorios de la injusticia, de las injusticias.
Este texto, de impecable factura, nos acerca al hombre y al mito desde el respeto y la
verdad sobre un verosímil ficcional que no hace más que plasmar los hechos en una
propuesta de alto valor literario, ahondando en el corazón del pueblo.
Norma María Francomano
Antonio Gil, una genealogía de gaucho renegado y perseguido. Es heredero del
gaucho Martín Fierro y de Cruz en este aspecto.
Antonio Gil continúa este linaje sumando a él la toma de conciencia arespecto de la
problemática social.
En esta toma de conciencia hay un punto de inflexión en la vida de Antonio Gil: la
opción por los otros, los demás, los prójimos, los humildes, los necesitados, los su-
frientes, los dolientes, las víctimas del poder.
En este punto, su opción lo coloca del lado de los otros. Ya no transa, ya no se corrom
pe, ya no se vende, ya no acompaña ni calla.
Esta opción es su sentencia de muerte y lo sabe. Sólo podrá retrasar el desenlace y, en
ese lapso de gracia que media entre su toma de conciencia y su condena final, hará
todo el bien que pueda a su gente y a los idiotas útiles del poder, también.
Desde su acotado poder individual hará que se multiplique exponencialmente la fe, la
esperanza, el amor, en aquellos que lo conocen hasta trascenderlos y constituirse en
mito sin proponérselo.
A medida que crece la leyenda y se expande el culto a su figura, en forma inversamen-
te proporcional, se va acortando su tiempo en La Tierra para entrar en otro ámbito,
fuera de las coordenadas témporo-espaciales.
Sus devotos plantan altares rojos en memoria de su sangre derramada. Esos altares son
recordatorios de la injusticia, de las injusticias.
Este texto, de impecable factura, nos acerca al hombre y al mito desde el respeto y la
verdad sobre un verosímil ficcional que no hace más que plasmar los hechos en una
propuesta de alto valor literario, ahondando en el corazón del pueblo.
Norma María Francomano
COMENTARIO SOBRE “LA PASAJERA”, DE PERLA SUEZ
Esta “nouvelle” presenta varios mensajes en código a desentrañar. El primero está en la
contradicción entre la propuesta de escritura y el marco de la misma. Es una novela en
actos y cuadros. ¿Qué nos quiere decir la escritora con este planteo? Tal vez sea un guiño
para decirnos que va a hablar de “actos” de ciertos personajes que son uno y son muchos.
Los pintará en pocas líneas, dialogadas en su mayoría, como si fuesen cuadros y escenas.
Otro aspecto del texto que creo pertinente destacar, son las relaciones humanas que la au-
tora describecomo relaciones por jerarquía, por escalafón:
1º el almirante
2º la señora, esposa del almirante
3º Tránsito, la sirvienta
4º Lucía, la cocinera
5º Ortiz, el chofer
Cuando el almirante habla, decreta. Su esposa siempre está en un segundo plano, en un
ámbito acotado de queja, cuidados y silencio. Tránsito “transita” de arriba abajo sin poder
encontrar “su” lugar. Lucía intenta borrar el pasado, acepta la cocina como “su” lugar, sin
cuestionamientos; no entiende los vaivenes de Tránsito. Ortiz se acomoda para pasarla lo
mejor posible en donde le toque estar.
El nombre de Tránsito, que es la hija de una pasajera que la abandona en el baño de la es-
tación de tren del pueblo, es la protagonista y pasajera en la historia. No tiene raíces y no
encuentra su identidad porque se la ocultaron y porque no desea conocerla. Se identifica
con la señora, la imita, la envidia, la ama y la odia. Busca un padre y una madre, desea ser
la preferida, la primogénita. Esta pantanosa plataforma de despegue la hace ir a la deriva
hasta buscar finalmente el agua que la lleve a su origen. Esta clave está en el epígrafe de
Juan L. Ortiz -a quien la autora recuerda en el apellido del chofer que es quien “ con-
duce”.
La marcada ausencia de amor en todo el texto nos habla de un territorio yermo en el que
lo único que puede crecer es la muerte, como sucede en el proyecto de Lucía y Ortiz. No
piensan en casarse y hacer una vida juntos sino en morir allí, no en las islas. Por eso se
compraron nichos antes que el ajuar.
La estratificación social, dada en el color blanco de la señora y en el color negro de su
criada, nos habla de un pueblo discriminador, en el que el ascenso social, la movilidad
social es trabajosa y lenta.
El trasfondo político de los años setenta está apenas aludido en los “falcon”, “el Beagle”,
y en que hay que limpiar a los de “adentro” y a los de “afuera”.
La inexistencia de una comunidad con un proyecto de Nación, hace que el texto tenga la
Desolación de un espacio que recuerda el ambiente que se respiraba en Europa en los
Últimos tiempos del fascismo, con el agravante de la estratificación social propia de latino
América, que se hace más patente en un territorio del interior.
La escritora logra transmitir todo lo que pasa y lo que estaba pasando con una economía
de palabras. Su recurso más notable es el despojo y la austeridad de la prosa. Logra in-
teresar el vacío de ese período como una puñalada que muestra la purulencia de nuestra
Historia, nunca cabalmente pensada para evitar que se repita.
Norma María Francomano
contradicción entre la propuesta de escritura y el marco de la misma. Es una novela en
actos y cuadros. ¿Qué nos quiere decir la escritora con este planteo? Tal vez sea un guiño
para decirnos que va a hablar de “actos” de ciertos personajes que son uno y son muchos.
Los pintará en pocas líneas, dialogadas en su mayoría, como si fuesen cuadros y escenas.
Otro aspecto del texto que creo pertinente destacar, son las relaciones humanas que la au-
tora describecomo relaciones por jerarquía, por escalafón:
1º el almirante
2º la señora, esposa del almirante
3º Tránsito, la sirvienta
4º Lucía, la cocinera
5º Ortiz, el chofer
Cuando el almirante habla, decreta. Su esposa siempre está en un segundo plano, en un
ámbito acotado de queja, cuidados y silencio. Tránsito “transita” de arriba abajo sin poder
encontrar “su” lugar. Lucía intenta borrar el pasado, acepta la cocina como “su” lugar, sin
cuestionamientos; no entiende los vaivenes de Tránsito. Ortiz se acomoda para pasarla lo
mejor posible en donde le toque estar.
El nombre de Tránsito, que es la hija de una pasajera que la abandona en el baño de la es-
tación de tren del pueblo, es la protagonista y pasajera en la historia. No tiene raíces y no
encuentra su identidad porque se la ocultaron y porque no desea conocerla. Se identifica
con la señora, la imita, la envidia, la ama y la odia. Busca un padre y una madre, desea ser
la preferida, la primogénita. Esta pantanosa plataforma de despegue la hace ir a la deriva
hasta buscar finalmente el agua que la lleve a su origen. Esta clave está en el epígrafe de
Juan L. Ortiz -a quien la autora recuerda en el apellido del chofer que es quien “ con-
duce”.
La marcada ausencia de amor en todo el texto nos habla de un territorio yermo en el que
lo único que puede crecer es la muerte, como sucede en el proyecto de Lucía y Ortiz. No
piensan en casarse y hacer una vida juntos sino en morir allí, no en las islas. Por eso se
compraron nichos antes que el ajuar.
La estratificación social, dada en el color blanco de la señora y en el color negro de su
criada, nos habla de un pueblo discriminador, en el que el ascenso social, la movilidad
social es trabajosa y lenta.
El trasfondo político de los años setenta está apenas aludido en los “falcon”, “el Beagle”,
y en que hay que limpiar a los de “adentro” y a los de “afuera”.
La inexistencia de una comunidad con un proyecto de Nación, hace que el texto tenga la
Desolación de un espacio que recuerda el ambiente que se respiraba en Europa en los
Últimos tiempos del fascismo, con el agravante de la estratificación social propia de latino
América, que se hace más patente en un territorio del interior.
La escritora logra transmitir todo lo que pasa y lo que estaba pasando con una economía
de palabras. Su recurso más notable es el despojo y la austeridad de la prosa. Logra in-
teresar el vacío de ese período como una puñalada que muestra la purulencia de nuestra
Historia, nunca cabalmente pensada para evitar que se repita.
Norma María Francomano
ACERCA DE LA NOVELA “SANPAKU” DE WALTER IANNELLI

Mario Candia acude al médico a causa de su insoportable dolor en la columna y el Dr Solá –con quien Mario rivaliza porque ve en él el hombre, padre y marido que Laura y su familia quisieran que él fuera- le diagnostica una hernia de disco lumbar que debe operarse lo antes posible. Mario, temeroso de la operación, recurre a un acupunturista –mitad chino y mitad italiano- el Dr Falzone. Éste murmura la palabra “sanpaku” al mirarle los ojos. Mario le pide que le explique qué significa ese término. El Dr Falzone le explica que son varias almas que anidan en un solo cuerpo generando una energía negativa, que antagoniza con el dueño del cuerpo hasta llevarlo a su propia destrucción.
Mario, que no está cómodo consigo mismo, comienza a investigar acerca del tema tratando de descubrir en su conducta, los impulsos y efectos de esta desgracia. Le viene como anillo al dedo para justificar su sensación de fracaso.
Su esposa, Laura, su madre, y sus suegros, son figuras que le resultan amenazantes.
Las rechaza. Íntimamente las desprecia los considera “binarios” y prefiere reunirse con el grupo de desahuciados porque, entre ellos, se siente el más cuerdo. Estando con ellos, el que exige y espera algo de los otros es él.
Este dejarse llevar por actitudes adolescentes, como por ejemplo el confuso episodio con Carla, termina en la tragedia de una muerte anunciada y deseada. Mario se culpabiliza por ambos hechos, la supuesta traición al amigo y el asesinato que atribuye a su condición de “sanpaku”. La muerte de Tolomeo es el umbral que les señala la peligrosidad del camino que están transitando. Es un punto y aparte.
Al regresar a casa, después de una noche de oscuridad total, Mario encuentra a su esposa Laura y a su hija preparando todo para acompañarlo hasta el sanatorio. Es el día de la operación. Mario las sigue como un autómata y lo operan. Todo sale bien aunque
Mario cree que ha quedado paralítico. Recibe muchas visitas. Se alegra con la visita de su madre y, al ver a sus amigos seguir con sus vidas con naturalidad y considerable optimismo, se tranquiliza. Ya no lo necesitan para que ponga la nota de sensatez y cordura en sus vidas. Ahora está solo consigo mismo, con su secreto de saberse un “sanpaku”. Deberá convivir con él y seguir viviendo. Ya nadie depende de él, sólo él depende de sí mismo. Mario se siente aliviado y asume la ardua tarea que le espera.
Podemos decir que esta es la radiografía de un perdedor por elección que logra ver un destello al final del túnel. Es una novela iniciática cuyo periplo exterior es mínimo y cuyo protagonista apenas cruza el umbral del periplo interior que, inexorablemente, deberá recorrer sometiendo a la “kundalini” de Falzone, la serpenteante energía que abraza la columna vertebral y que alimenta a las almas hospedadas en ese cuerpo de “sanpaku” que nuestro antihéroe cree tener.
Coincido con el comentario de contratapa de Juan Martini respecto de la perdurabilidad de este texto en la memoria del lector porque nos empuja a hacer nuestro propio viaje interior para domesticar esa jauría que es la condición de “sanpaku” que tenemos todos los seres humanos, queramos asumirlo o no. Hay en este texto de Walter Iannelli una interesante imbricación de mundos ya reales, ya fantaseados, ficcionales, exteriores, interiores, que le dan una textura rica y espesa que gana en profundidad.
Norma María Francomano
ACERCA DE RESPIRACIÓN ARTIFICIAL DE RICARDO PIGLIA: UNA NACIÓN EN TERAPIA INTENSIVA
Ricardo Piglia nos zambulle en la Historia Nacional desde su novela, de la mano de su “alter ego” Emilio Renzi. Pasamos de una generación a otra a través de distintos personajes, de sus historias, de sus vidas privadas y urgamos en sus secretos que no sólo nunca se develan sino que adivinamos que esas historias son siempre parecidas y sostienen desde atrás la mentirosa o intencionalmente incompleta Historia Nacional.
¿Y qué hay en estas pequeñas ficciones ubicadas detrás de esa urdimbre llamada Historia Nacional? Una cadena de atropellos, traiciones, mentiras, secretos, conspiraciones, crímenes.
Arocena es el “gran hermano” que controla y censura, que arma la verdad escondida para desarticularla y así impedir que se tuerza el camino de la Historia Nacional. Es el ojo que todo lo escruta y el obstaculizador de cualquier camino que no sea aquél que traza el poder desde las sombras.
La mujer, ubicada en las esferas de la clase dominante, resulta descartable, absolutamente irrelevante, da pena y vergüenza ajena. La Coca pertenece a las clases bajas. Ella sí es una mujer vital, una verdadera hembra, igual que la negra Lissette Gazel o Ángela, la discípula de Marcelo. Las tres desempeñan roles activos, cada una en lo suyo. Ninguna es una aristócrata como Esperancita.
Piglia no escribe una historia lineal sino que urde ex profeso una trama, una maraña de datos que confunden y complican la comprensión del texto. Su novela está hecha de una no-historia, sus personajes no saben qué buscan. Su narración no conduce a nada aparentemente. Por esta vía negativa nos indica que tenemos que barajar y dar de nuevo. Nos dice que por ahí no es. Que lo hecho sirve de poco. Que está todo por deshacerse y volver a empezar.
La Nación es un enigma que agoniza, que vive artificialmente. Tendrá que morir en su diseño tradicional para ser redireccionada, reprogramada. Es un rompecabezas cuyas piezas no encajan. No nació de un sueño, de una utopía sino de un robo mayúsculo, de un genocidio. Hay en su génesis una ilegalidad que no nos sirve como punto de partida. La sustenta una básica confusión entre el bien y el mal.
El Senador espera su muerte, “la debe”, según sus propias palabras, para cortar esa cadena de “riqueza y muerte”, para llegar a la “ousía”, el ser. ¿De quién? Consciente de su futilidad, de su inutilidad, sólo “será” después de muerto, él y su descendencia y, por extensión, la Nación.
El Senador no puede dormir, está en deuda. Su herencia es futuro, lengua muerta y lenguas vivas que perdurarán en un círculo de herencia y muerte. No hay nada entre el origen y el fin, tan sólo planicie, tierra, pampa. Esa herencia comienza con Enrique Ossorio –héroe según el senador- cuando trae el oro de California en el año 1849. Recuerda el héroe que, justamente allí, le cortaron las manos a uno por avaricia.
Otra tierra explotada produce el oro para comprar esta tierra y permanecer dando a luz una progenie parásita e inconmovible hasta el presente. Mientras, la Nación crece en las banquinas pidiéndoles permiso.
Se conduele ahora el senador con don Juan Cruz Baigorria (pág. 63), se solidariza y le envía ayuda monetaria a través de su mayordomo, Juan Nepomuceno Quiroga. Le pide que resista, que sabe lo que sufren los paisanos de esta tierra. Más adelante afirma (pág.65) :”Jamás he de perder la esperanza de poder pensar más allá de mí mismo y de mi origen”.
En la parte III, Enrique Ossorio ve el futuro y sabe que la historia volverá a repetirse. Le escribe a Juan Bautista Alberdi y le anticipa que lo hace porque es un hombre de principios, que no transige y, a esa clase de hombres, les esperan dos caminos: el exilio o la muerte.
Esto, visto en perspectiva, es un acierto porque sólo sobreviven los traidores y los indiferentes.
Marcelo Maggi no quiere que los documentos y capítulos redactados se pierdan porque considera que allí está la clave de lo que nos sucede como pueblo, sociedad, Nación y de lo que nos sucederá como República. Quiere ponerlos a resguardo y asegurarse de que alguien reciba ese legado y lo salve. Investiga esta historia que empalma con la Historia Nacional. Espera una revelación.
En este punto los lectores sentimos que toda esta urdimbre es un guiño y una invitación de R. Piglia. Aquí hay cosas turbias, secretos, marañas de acontecimientos acallados por desentrañar, pareciera decirnos. Es necesario poner a resguardo todo eso para que la erosión del tiempo y la de los barredores de datos (y plantadores de huellas falsas) como Arocena, no sigan borrando e inventando nuestra Historia. Nos invita a descubrir la verdadera historia cuyo curso fue desviado por particulares, para su beneficio y hoy, desorientados, en terapia intensiva, como pueblo, somos conminados desde la literatura, desde la ficción, a desandar un camino inconducente.
Necesitamos el oxígeno de la verdad para normalizar nuestra respiración y autodeterminarnos. Este es tal vez ese secreto que Piglia nos invita a develar.
Norma María Francomano
¿Y qué hay en estas pequeñas ficciones ubicadas detrás de esa urdimbre llamada Historia Nacional? Una cadena de atropellos, traiciones, mentiras, secretos, conspiraciones, crímenes.
Arocena es el “gran hermano” que controla y censura, que arma la verdad escondida para desarticularla y así impedir que se tuerza el camino de la Historia Nacional. Es el ojo que todo lo escruta y el obstaculizador de cualquier camino que no sea aquél que traza el poder desde las sombras.
La mujer, ubicada en las esferas de la clase dominante, resulta descartable, absolutamente irrelevante, da pena y vergüenza ajena. La Coca pertenece a las clases bajas. Ella sí es una mujer vital, una verdadera hembra, igual que la negra Lissette Gazel o Ángela, la discípula de Marcelo. Las tres desempeñan roles activos, cada una en lo suyo. Ninguna es una aristócrata como Esperancita.
Piglia no escribe una historia lineal sino que urde ex profeso una trama, una maraña de datos que confunden y complican la comprensión del texto. Su novela está hecha de una no-historia, sus personajes no saben qué buscan. Su narración no conduce a nada aparentemente. Por esta vía negativa nos indica que tenemos que barajar y dar de nuevo. Nos dice que por ahí no es. Que lo hecho sirve de poco. Que está todo por deshacerse y volver a empezar.
La Nación es un enigma que agoniza, que vive artificialmente. Tendrá que morir en su diseño tradicional para ser redireccionada, reprogramada. Es un rompecabezas cuyas piezas no encajan. No nació de un sueño, de una utopía sino de un robo mayúsculo, de un genocidio. Hay en su génesis una ilegalidad que no nos sirve como punto de partida. La sustenta una básica confusión entre el bien y el mal.
El Senador espera su muerte, “la debe”, según sus propias palabras, para cortar esa cadena de “riqueza y muerte”, para llegar a la “ousía”, el ser. ¿De quién? Consciente de su futilidad, de su inutilidad, sólo “será” después de muerto, él y su descendencia y, por extensión, la Nación.
El Senador no puede dormir, está en deuda. Su herencia es futuro, lengua muerta y lenguas vivas que perdurarán en un círculo de herencia y muerte. No hay nada entre el origen y el fin, tan sólo planicie, tierra, pampa. Esa herencia comienza con Enrique Ossorio –héroe según el senador- cuando trae el oro de California en el año 1849. Recuerda el héroe que, justamente allí, le cortaron las manos a uno por avaricia.
Otra tierra explotada produce el oro para comprar esta tierra y permanecer dando a luz una progenie parásita e inconmovible hasta el presente. Mientras, la Nación crece en las banquinas pidiéndoles permiso.
Se conduele ahora el senador con don Juan Cruz Baigorria (pág. 63), se solidariza y le envía ayuda monetaria a través de su mayordomo, Juan Nepomuceno Quiroga. Le pide que resista, que sabe lo que sufren los paisanos de esta tierra. Más adelante afirma (pág.65) :”Jamás he de perder la esperanza de poder pensar más allá de mí mismo y de mi origen”.
En la parte III, Enrique Ossorio ve el futuro y sabe que la historia volverá a repetirse. Le escribe a Juan Bautista Alberdi y le anticipa que lo hace porque es un hombre de principios, que no transige y, a esa clase de hombres, les esperan dos caminos: el exilio o la muerte.
Esto, visto en perspectiva, es un acierto porque sólo sobreviven los traidores y los indiferentes.
Marcelo Maggi no quiere que los documentos y capítulos redactados se pierdan porque considera que allí está la clave de lo que nos sucede como pueblo, sociedad, Nación y de lo que nos sucederá como República. Quiere ponerlos a resguardo y asegurarse de que alguien reciba ese legado y lo salve. Investiga esta historia que empalma con la Historia Nacional. Espera una revelación.
En este punto los lectores sentimos que toda esta urdimbre es un guiño y una invitación de R. Piglia. Aquí hay cosas turbias, secretos, marañas de acontecimientos acallados por desentrañar, pareciera decirnos. Es necesario poner a resguardo todo eso para que la erosión del tiempo y la de los barredores de datos (y plantadores de huellas falsas) como Arocena, no sigan borrando e inventando nuestra Historia. Nos invita a descubrir la verdadera historia cuyo curso fue desviado por particulares, para su beneficio y hoy, desorientados, en terapia intensiva, como pueblo, somos conminados desde la literatura, desde la ficción, a desandar un camino inconducente.
Necesitamos el oxígeno de la verdad para normalizar nuestra respiración y autodeterminarnos. Este es tal vez ese secreto que Piglia nos invita a develar.
Norma María Francomano
Comentario acerca de ´"Más liviano que el aire" de F. Jeanmaire

Este sorprendente texto de Federico Jeanmaire es, sin duda, una rareza literaria. El relato nos conmina a meternos n nuestra propia soledad mientras nos zambullimos en la asfixiante atmósfera que teje Rafaela, Lita, en esa vuelta de tuerca que le da a su propio destino. Lita, con la astucia que le han dado los noventa y trés años vividos, casi al margen del mundo y de la vida, burla al ladronzuelo principian- te, lo encierra en el baño y se apropia de su vida. So pretexto de castigar un delito, comete un delito peor, lo priva de su libertad, no avisa a la policía, no pide ayuda, simplemente lo secuestra con la excusa de reeducarlo. "Por su bien" se adueña de su vida, lo ofende, lo humilla, lo denigra, siempre desde la buena intención "cristiana" de salvarlo del mal, de sí mismo, de sus tendencias naturales por los "genes" y por el "nefasto" entorno familiar y social. Nunca escuchamos las palabras del joven de catorce años que fue a robar y termina siendo despojado de su propia vida, de su historia. Lita, con su inventado relato acerca de la muerte de su madre compone su propia identidad, uniendo datos dispersos que obtiene "de oídas". Pretende armar su propia historia con esos cabos sueltos. Necesita un interlocutor, que nunca tuvo. Ahora el destino y su "treta" se lo ofrecen servido en la bandeja del encierro sin escapatoria. El indefenso y anonadado Santi deberá escucharla y soportar todos sus caprichos y desvaríos estoicamente. Las fotos que Lita le muestra de sus padres y que le desliza por debajo de la puerta son el único arma que puede esgrimir Santi para exigir comida y negociar. Esta situación verosímil recuerda los filmes de terror de Hitchcock por la mixtura de convencionalismos, locura y factibilidad y por la falta de oxígeno que va cercando a los dos personajes y al lector que tampoco puede huir del relato de Lita. Varios discursos se disputan la hegemonía del relato. El discurso invisibilizado de Santi que deducimos a partir de las respuestas y comentarios de Lita y el armado discurso de Lita con todas sus verdades de perogrullo, sus ideas heredadas, sus conceptos no revisados acerca de todo lo que la rodea. Esta visión tan pedestre de esta anciana maestra normal nacional de la existencia, se contrapone con la realidad descar nada de Santi. Este contrapunto obliga al lector a oscilar entre un discurso y otro hasta que, en este pendular de la conciencia, avizore el destello de una verdad que los trasciende, convirtiéndolos en metáfora de la realidad social de nuestro país, anquilosada y esquivada. Es el inquietante espejo en el que no nos queremos ver. La perturbadora soledad sin derrotero y la orfandad de la pobreza y el desamparo confluyen en este patético relato de relatos que se sofocan y se superponen sin un diálogo posible hasta ahogarse, sin aire, en una muerte en paralelo, equidistante e inútil. En el medio del relato de Lita, como errada y recurrente noción está el discurso sobre el gaucho, el mate. La suprema ignorancia de ambos acerca de la identidad,"nuestra identidad" que sigue allí, esperando que de una vez y para siempre asumamos quiénes somos para poder saber hacia dónde vamos. De lo contrario, no hay salida posible y seremos una sociedad suicida. Federico Jeanmaire apuesta fuerte y logra sacudirnos para que espantemos nuestra petulancia, nuestra vacuidad "más liviana que el aire". Todo un desafío.
Norma María Francomano
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