domingo, 30 de mayo de 2010

Cuento inédito


DE CÓMO TOTI SE CONVIRTIÓ EN EL PATRIARCA DE LOS PÁJAROS


Era el gracioso de la familia, el menor de dos hermanos y el mimado de su madre, mi tía Antonia quien, a su vez, era tan payasa como él en las reuniones y animaba las fiestas familiares disfrazándose. Ella se ponía almohadones para deformar su cuerpo, pelucas y anteojos y bailaba la conga con el tío Lázaro que le llegaba a los pechos y también se disfrazaba. Ambos se contorsionaban al son de los tambores y nos hacían reír a los primos. Toti saltaba detrás imitándolos y todos nos íbamos sumando en una larga fila de saltimbanquis que hacían platillos con las tapas de las ollas, tambores con cucharones y cacerolas. Sonaban pitos, matracas y molestas cornetas en un paroxismo familiar. Enterrábamos el año viejo y celebrábamos la llegada del nuevo abrazando la antigua casona de tejas en el barrio de los ingleses de Temperley, donde yo vivía.
Eran los años cincuenta. Prósperos, alegres, democráticos hasta el cincuenta y cinco. Después, ya se sabe, sobrevino la ristra de botas, bigotes y jinetas a enlutar la república y clausurar nuestro promisorio futuro. Un país grande y rico para unos pocos inescrupulosos, ése era el nuevo modelo impuesto a sangre y fuego.
Toti vivía con su madre en la localidad de Banfield, al igual que su hermano Coco. Éste, el mayor, ocupaba el departamento de adelante con su esposa y sus dos hijas. Toti vivía en la casa de atrás con su esposa Rosita y sus hijos. La tía Antonia ocupaba la parte superior de la vivienda, disfrutando de una relativa independencia. Había quedado viuda para fines del año 1948 o principios del 49, antes de que yo naciera y, cuenta mi madre, que su esposo era un hombre muy educado, con una gran sensibilidad.
Cuando falta el padre, las familias quedan rengas y van trastabillando sin poder equilibrarse. La tía Antonia, a pesar de su viudez, no había perdido el sentido del humor, aseveraban los demás familiares, pero, su alegría no era la misma. Toti y Coco se casaron pocos años después y vinieron los nietos.
El vínculo de los hermanos de papá comenzó a debilitarse después de una disputa comercial entre mi padre y uno de los hermanos, mi tío Lalo, que le llevaba un año. Mi padre era el menor de ocho, mimado y endiosado como pocos.
Como les decía, con el paso de los años y aquel distanciamiento, el núcleo duro de la familia se resquebrajó y, lentamente, se fueron olvidando las tradiciones de inmigrantes italianos llegados a fines del siglo diecinueve y los festejos a lo grande se fueron empequeñeciendo hasta casi desaparecer.
Volviendo a Toti y a su familia: sus hijos eran ya adolescentes y llevaba una vida tranquila y normal, propia de los suburbios de clase media del conurbano. Una noche la tía Antonia se desvestía para irse a dormir y alcanzó a ver desde la ventana del primer piso la figura de un hombre corriendo por el jardín del fondo. Aparentemente, había saltado por encima de la tapia que daba al pulmón de manzana. Eran más de las veintitrés. Habían festejado el cumpleaños de la tía y las visitas ya nos habíamos retirado. Asustada, comenzó a gritar: “¡Un ladrón, un ladrón!”.
Toti subió las escaleras con el rifle veintidós de mi padre recientemente fallecido. Mi madre se lo había regalado como recuerdo de su tío. Sin pensar demasiado, disparó al bulto que se movía entre el follaje quizá con la intención de intimidar al supuesto delincuente e impedirle que ingresara a la casa. El hombre pegó un alarido y comenzó a avanzar por el costado hacia el portón que da a la calle. Iba malherido dejando un profuso rastro de sangre a su paso. Desfalleciente, cayó moribundo en la vereda.
Todos miraron la escena por las ventanas y cuando lo vieron caído y quieto, salieron a socorrerlo. El hombre miró débilmente a Toti y le dijo:”No soy un ladrón, soy quinielero… venía escapando… de la policía”. Dicho esto, expiró.
Los agentes llegaron minutos después. Coco los había llamado y, ante el estupor de los presentes, pudieron comprobar que el muerto no estaba armado. Toti lloraba en cuclillas, al lado del hombre sin vida cuando los policías lo esposaron y se lo llevaron, acusado de homicidio.
Le pidieron los papeles del arma que disparó. No los tenía. Los tenía mi madre y estaban todavía a nombre de mi padre. No les había dado de baja por desconocimiento y porque demasiadas responsabilidades le habían caído de golpe después de su muerte. Le había regalado el rifle a Toti sin pensar que un día mataría con él a un hombre. Grandes complicaciones le sobrevinieron a causa de ese rifle que de seguro sacó de nuestra casa para evitar una desgracia ya que mis hermanos y yo éramos todos niños o adolescentes.
La vida dio un vuelco, hizo una letal cabriola. La taba cayó, pero no de culo. Había que conseguir un abogado para Toti que seguía llorando sin poder volver en sí.
A pesar de los buenos oficios del Dr. Laborde, Toti pasó ocho meses a la sombra, tratando de entender cómo lo que él consideraba un acto de valentía y protección de la familia en legítimo derecho podía convertirse en un trágico delito en cuestión de segundos. No pudo detenerse a pensar en el momento. Su reacción había sido intempestiva, irracional, temeraria. Homicidio culposo, según el juez. Ya no era el niño que bailaba frenéticamente detrás de la tía Antonia. Ahora era un hombre, un padre de familia que faltaría largos meses de su casa acusado de asesinato. Sus pensamientos se atropellaban tratando de entender. Detrás de los barrotes le sobraba el tiempo para devanar los hechos e intentar perdonarse.
Definitivamente, los tiempos habían cambiado. La tía Antonia y Rosita lo visitaban a diario. Los hijos iban dos veces por semana. El resto preguntábamos con la intención de escrutar el absurdo. Esperar nos decían y nos decíamos.
Cuando Toti salió en libertad, su mirada era otra. Un rictus amargo en los labios y una lejanía gris en los ojos se anteponían a la imagen que de Toti teníamos. Más nos sorprendió cuando dejó crecer su pelo y su barba hasta los codos. Recuerdo que cuando lo volví a ver le dije: “Estás igual al Patriarca de los Pájaros”. Él se rió levemente, como desde lejos. Yo pensé que mi exabrupto había sido un tanto irreverente, dada la dramaticidad de lo acontecido. Pero, Toti me conocía y sonrió, disculpando mi inocencia, quizá pensaría que la desgracia toca todas las puertas alguna vez en la vida o que los golpes me harían crecer a mí también.
Lo cierto es que a partir de ese día, con el humor que caracterizaba al espíritu latino de la familia, Toti, efectivamente, pasó a ser el Patriarca de los Pájaros. Tenía ahora un aire de autoridad, de iniciado en el dolor, en la tragicidad de la vida, y sólo podía sobrellevarlo escondido en ese disfraz de pelo encanecido prematuramente. Comprendimos su mensaje, digno del expresionismo alemán.
Años más tarde falleció la tía Antonia, cada dos o tres años partía alguno. La ley de la vida era implacable. También murió Rosita, su compañera de siempre, entonces Toti, que ya se había cortado el pelo y la barba, perdió su norte, su brújula comenzó a desorientarse hasta que enfermó y partió él también; pronto y sin demasiado ruido.