Mi osamenta es un andamio
una cuadratura del círculo
que repta buscándose
un dolor de poste que se inclina
un vector sin escapatoria
Mi osamenta es un andamio
una cuadratura del círculo
que repta buscándose
un dolor de poste que se inclina
un vector sin escapatoria
De confección misteriosa
puntadas y pespuntes
zonas áridas, desiertas
pequeñas fuentes de agua.
En el centro, los huecos,
espacios que habita el silencio
pidiendo la palabra.
Nada ni nadie torcerá el destino
uno prosigue esperando
esa nada con sorpresas
Finalmente descendí del tren de París en Bordeaux. Buscaba los ojos grises de mi abuela Berthe y su largo pelo blanco con vetas rubias naturales que peinaba con torzadas alrededor de su cara afable.
Recalé en el hotel Le faisan, ubicado frente a
Caía la tarde. Me apuré en ordenar la ropa, me bañé a toda velocidad, me vestí y salí para poder caminar las calles antes de que cayera la noche.
Mis bisabuelos, Simon Labourdette y Marie Vandome habían zarpado con su pequeña hija Adolphine del port de Bourgogne el 31 de enero de 1886. Navegaron a lo largo del río
Descendieron en Montevideo, donde Simon se contactó con un taller de escultura y comenzó a trabajar esculpiendo imágenes religiosas para un convento de dominicos. Marie colaboró con su esposo empleándose como mucama en casas de gente adinerada hasta que pudo fabricar y vender sombreros. Ése era su oficio. En pocos meses decidieron trasladarse a
A su arribo al puerto de
Cada tanto hacía entregas de imágenes para el interior de alguna iglesia y de esculturas para los jardines. Le pagaban buen dinero por ese trabajo. Soñaba con comprar la casa modesta que alquilaban. Adelante estaba la sombrerería y atrás funcionaba el taller de escultura.
Adolphine ayudaba a su madre en la confección de los sombreros con diligencia y aptitud para la venta. Estaba a punto de terminar la escuela primaria con buenas calificaciones. En cuanto la hubo terminado, realizó estudios en una escuela profesional y se hizo cargo de la atención del negocio mientras su madre confeccionaba los sombreros en la habitación de atrás, ubicada delante del taller de Simon. Berthe crecía, iba a la escuela y, apenas pudo, se ocupó de los quehaceres de la casa para que los demás trabajaran y así hacer frente a los gastos de la familia. Estaban progresando. Simon tenía cada vez más trabajo.
Un atardecer, cuando completó otra de sus entregas en el convento de María Auxiliadora le pagaron muy bien. Era invierno y decidió ir a la taberna a calentarse y festejar con los parroquianos antes de regresar a casa. Tomó de más y al salir del local fue asaltado por varios hombres quienes, al verlo tambaleante, le robaron hasta el último centavo de sus ganancias y lo dejaron golpeado e inconsciente en una zanja. Simon intentó levantarse cuando recobró el conocimiento, pero la fuerte golpiza le impidió ponerse de pie. Quedó allí al descampado, lejos de la zona urbanizada cercana a su casa y murió de frío, oculto y confundido entre el pastizal.
Marie, Adolphine y Berthe lo esperaron toda la noche y varias noches subsiguientes hasta que su cuerpo fue encontrado por algunos obreros que pasaban por la zona para ir a la curtiembre que funcionaba en las cercanías del yuyal. Se detuvieron porque un fuerte olor indicaba que allí había un cadaver en descomposición.
En un principio el estupor y la desesperación las paralizó pero, con el correr de los días, las tres mujeres comprendieron que debían ponerse a trabajar el doble para poder subsistir y así lo hicieron. Lograron sostenerse dignamente durante algunos años. Marie iba perdiendo la vista a causa de su trabajo y de una infección mal curada. Un día, un joven carioca se cruzó por sus vidas. Se enamoró de Adolphine, se casaron y se la llevó al Brasil.
Ella puso una sombrerería en Río de Janeiro. Su esposo tenía un lavadero de tripas que luego vendían para la fabricación de chacinados. Pronto comenzó a exportar e importar productos hacia y desde la isla de Cuba. El negocio crecía. Hicieron una pequeña fortuna que les permitió comprar un edificio sobre la famosa avenida Atlántida y sólo regresaban a Buenos Aires de vez en cuando para visitar a Marie y a Berthe.
Ellas subsistieron a los ponchazos. Marie, a pesar de su ceguera parcial era implacable respecto de la calidad de los sombreros que confeccionaban. Le alquilaron el taller de escultura a un artista, pintor de cuadros, y continuaron con el negocio de sombreros.
Cuando mi abuela Berthe cumplió quince años, un hombre de nacionalidad italiana se enamoró de ella y la pidió en matrimonio. Él tenía treinta y séis. Era fuerte, buenmozo y con el carácter apasionado de los italianos del sur, había nacido en Senise, una población ubicada al noroeste de Calabria. Pertenecía al distrito de Potenza en la región de Basilicata, antiguamente llamada Lucania. Su nombre era Giuseppe Gigio Francomano.
Berthe no pudo elegir ni opinar. Su madre, cansada de trabajar, pensó que era una gran oportunidad para su hija. Ése era un hombre hecho y derecho. No le dejaría faltar nada, pensaba. En esto Marie no se equivocó. Claro que lo que ella ignoraba era que ese mismo hombre era un infiel empedernido que confinó a la joven Berthe a la crianza de innumerables hijos y al desgastante trabajo de una enorme casa cuando todavía era una niña.
Ella soportó su destino estoicamente. Trabajó, parió quince veces aunque sólo sobrevivieron ocho de sus hijos, crió, educó, limpió, tejió, cosió. Cocinó para los suyos y para la fonda que su esposo poseía en la prometedora barriada de Lomas de Zamora.
En pocos años se convirtió en una matrona rodeada de hijos, nueras, yernos y veintiséis nietos. Berthe era objeto de respeto y adoración por casi todos los que la trataban. Siempre la acompañaba su loro Jacques que hablaba tanto castellano como francés, especialmente repetía una canción que la abuela Berthe le había enseñado: “Quand je boires vin clairet, je tourne, tourne”.
Berthe quedó viuda antes de cumplir cincuenta años y fue el indiscutido factor aglutinante de una gran familia.
Cada tanto viajaba al Brasil a visitar a su hermana Adolphine. Se quedaba allí una corta temporada y luego regresaba para rotar unos meses en la casa de cada hijo. Seguía cocinando, cosiendo a mano, tejiendo. Todos teníamos algo hecho por ella. Nos sentábamos a su alrededor y nos contaba historias de Bordeaux, describía sus casas, sus calles aunque nunca las había transitado. A veces cantaba la marsellesa: A les enfants de la patrie, o recitaba poemas como el famoso Alluette, gentile alluette. Nosotros la escuchábamos fascinados. Sus historias de tornados y huracanes, sus bocadillos y la pila de costuras que anualmente llevaba a
Recuerdo que con su mirada gris, me traspasaba el corazón y yo sentía que ella podía ver mi alma. Entonces le pedía que me permitiera peinar su largo pelo. Luego se lo sujetaba con peinetas y hebillas, ella me sonreía.
Berthe murió a la edad de ochenta y tres años en el año 1969. Esa noche yo tenía una función de teatro. Debía ponerme en la piel de Laura Wingfield. Representábamos un acto de Glass Menagerie de Tennessie Williams. Estuve velando a mi abuela y regresé al centro para cumplir con mis compañeros. Ellos me regalaron una enorme jirafa de cristal con una tarjeta firmada por todos en agradecimiento. Nunca olvidaré ese día en que el afecto de los demás me abrazó tan fuerte que me ayudó a sobrellevar la pérdida de mi abuela Berthe.
Por eso camino ahora las calles empedradas de Bordeaux, las recorro como las hubiera recorrido ella. Atravieso el Marché des Capucins, llego a
Antes de entrar a mi hotel decido cenar en un bistro y tomo una humeante soup à l’ognon, un omellette au jambon, tomo un té de hierbas y me voy a dormir.
A la mañana siguiente salgo temprano para aprovechar todo el día. Por la noche debo viajar hacia el país basko y luego tomar un micro de larga distancia hasta Santiago de Compostela. Es año compostelano y recibiré indulgencias si logro llegar.
Camino por las calles del bajo, veo varias prostitutas que todavía no se han ido a dormir, desayunando en los bares con sus caras ojerosas, su pelo despeinado y sus cuerpos desganados por la noche de trabajo.
Sigo hasta el Marché des Capucins y me compro una banana. Por la noche había tenido calambres, necesitaba ingerir potasio. Sigo hasta la plaza sobre la que se encuentra el Marché aux Puces, paseo pensando en mi abuela Berthe, en sus ojos grises y reparo en que casi todas las mujeres que miro al transitar las calles de la ciudad tienen el mismo color de ojos que mi abuela, como si fueran sus parientes cercanas. De pronto me detengo en la intersección de
____¿Ema?
____¿Chantal?
Nos abrazamos y entramos en un café cálido a conversar. Por el correo electrónico le había anunciado que viajaba pero que no podía calcular con exactitud la fecha de llegada ni la duración de mi estadía. Pensaba llamarla por teléfono al regresar al hotel, le dije. Intentaría verla esa tarde pero el destino se nos adelantó, reímos. Ella tenía apuro, debía entregar unas traducciones después de almorzar. Nos despedimos hasta el próximo encuentro que, de seguro, sería en Buenos Aires, le insinué.
___Peut ètre –contestó
___Au revoir –dije y cada una siguió su camino.
Los ojos no me alcanzaban para poder empaparme de la anciana atmósfera de la ciudad cuya impronta estaba fundida con mi recuerdo de la abuela. Su esencia, la profundidad de su mirada estaban allí.
Almorcé en otro bistró, frugalmente para poder seguir recorriendo las calles empedradas hasta agotar mi acotado tiempo. Visité el museo de Beaux Arts. Y luego fui regresando lentamente por la avenida del bajo hasta el hotel; empaqué mientras miraba la ciudad desde la ventana de mi habitación. Bajé, pagué mi cuenta y crucé hasta la estación del ferrocarril para abordar el tren al país Basko.
Mientras esperaba, alguien sustrajo el pasaje que asomaba del bolsillo de mi campera. Faltaban diez minutos para que llegara el tren. Corrí a la oficina de reclamos y traté de explicarles lo sucedido en mi rudimentario francés. Milagrosamente, entendieron y me extendieron de inmediato otro pasaje especial explicando lo sucedido. Corrí a la plataforma segundos antes de que el tren partiera. Pensé que mi abuela Berthe me había dado una mano desde donde me estuviera mirando.
Cuando el tren comenzó a rodar y a tomar velocidad, recordé que el encargado de la boletería me había regalado una imagen de
cuarenta años después
cada uno enunció sus recuerdos
en pocos minutos
compusimos el patchwork,
el cuadro de esa porción
de nuestras vidas que iban
entre la infancia y la adolescencia
Esa quinta se helaba en invierno
y explotaba demográficamente
en verano
Las estufas, el hogar a leña
todos allí
alrededor de nuestra madre
sin poder atisbar el futuro
perplejos
en feroz desamparo
Podo las redes, los vínculos
en un delirio de calma y asepsia
construyo mi propio Apartheid
-¿Qué le sirvo? - dijo el mozo del café.
-Una lágrima -respondí al tomar el pañuelo de papel.
Ese hombre, el militar, asiste diariamente a la misa de las diecinueve. Se sienta en el costado izquierdo, en los bancos del medio de la nave. Muchos conocen su historia y murmuran datos entre las columnas del templo. Sí, participó, dicen. Sus subalternos le temen, es implacable, susurran.
El militar reza con unción, arrodillado. Su mujer lo acompaña. Tiene suerte. Alguien lo ama, piensan algunos de los presentes. ¿Cómo puede?, se preguntan. Ella puede. A cara lavada, austera, sencilla, con ojos azorados. Se sienta a su lado, en silencio. No está solo el militar. Hasta Dios lo escucha. Nadie lo señala. Apenas murmuran por lo bajo.
A la divorciada sí la señalan. No la dejan comulgar y ella traga sus lágrimas. Y a la adolescente que está sentada en los últimos asientos también la señalan con la mirada. Está embarazada. Que ni se le ocurra abortar, piensan las señoras que atienden la sacristía -ésas que dan abultadas y caritativas limosnas pero que cuando votan lo hacen por el partido que con sus medidas económicas reproduce pobres exponencialmente distribuyendo inequitativamente la riqueza-. La joven llora mirando al Cristo sufriente y se consuela. ¿Cómo podrá ejercer la maternidad con catorce años?, piensan la joven y la divorciada. Los que defienden al feto, ¿no son los mismos que piden pena de muerte, gatillo fácil, reducción de la edad para condenar a los adolescentes que delinquen? ¿No son los mismos que se resisten a reconocer la pedofilia en el sacerdocio, que ignoran y desprecian a los niños que piden por las calles, a los que llenan los orfanatos, a los que mueren de hambre y de todas las carencias?, se pregunta la divorciada mientras mira a la joven. A lo hecho, pecho, se dicen los padres que la escoltan.
El uniformado cumple órdenes de sus superiores y ora en silencio con gesto adusto, rígido, imperturbable. ¿Vendrá por devoción o porque los fantasmas lo asedian día y noche? ¿Será porque es el único lugar donde no oye sus gritos?
Amar a los enemigos, piensa la divorciada desde el costado derecho. Con los ojos húmedos se repite: “por más que lo intento, no puedo. El templo nos reúne a todos, víctimas y victimarios -piensa mirando la cruz-. Dios es nuestro Padre. El del militar, el de la niña encinta y también el mío -se dice-. Nos abraza y nos perdona a todos, ¿aún a los que no se arrepienten de sus malos actos? -se pregunta-. Pero yo no puedo -se culpa-. No odio, recelo. No perdono, recuerdo. Este es otro pecado que me condena”.
En ese instante se acercan los integrantes del coro de adultos de la parroquia. La divorciada se une a sus filas. Se ubica entre las mezzosopranos. A su lado se para el militar. Es un tenor. Su voz potente, entonada se funde con la de ella y con las otras. Un salmo de alabanza se eleva hacia la cúpula central, entre los vitrales góticos.
Ella piensa, recuerda que alguien dijo que “cantar es orar dos veces”, no sabe si fue su amado San Agustín. Allí están, ese coro variopinto uniendo su voz hacia Dios.
Abajo quedan las culpas y los reproches. Arriba las almas resolviendo sus tribulaciones, pidiendo perdón. Sólo en ese espacio nos iguala el amor, piensa ella, piensa él, piensan todos.